Entre las muchas experiencias de vida misionera que más me ayudaron a ver al Señor en su encarnación, me gusta recordar una que me remonta a los primeros días después de nuestra llegada a Venezuela.
La parroquia de Playa Grande, con la que colaborábamos en nuestra labor evangelizadora, comprendía muchas realidades, pequeñas iglesias y poblaciones dispersas por un territorio del tamaño de una provincia italiana, por lo que los dos párrocos, aunque animados de un gran espíritu de sacrificio (¡y dos coches a prueba de baches!) no podían llegar a todos los pequeños núcleos donde habían sembrado la Palabra del Evangelio y donde los domingos las pequeñas semillas esperaban los cuidados necesarios para crecer. Nos pidieron que ocupáramos su lugar un domingo en uno de esos centros.