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Escribe la Hna. Elisabetta Scaravaggi:

Entre las muchas experiencias de vida misionera que más me ayudaron a ver al Señor en su encarnación, me gusta recordar una que me remonta a los primeros días después de nuestra llegada a Venezuela.
La parroquia de Playa Grande, con la que colaborábamos en nuestra labor evangelizadora, comprendía muchas realidades, pequeñas iglesias y poblaciones dispersas por un territorio del tamaño de una provincia italiana, por lo que los dos párrocos, aunque animados de un gran espíritu de sacrificio (¡y dos coches a prueba de baches!) no podían llegar a todos los pequeños núcleos donde habían sembrado la Palabra del Evangelio y donde los domingos las pequeñas semillas esperaban los cuidados necesarios para crecer. Nos pidieron que ocupáramos su lugar un domingo en uno de esos centros.
Nos aventuramos en coche por carreteras cada vez más estrechas, hasta que, al llegar al final del camino de tierra roja, nos recibió el catequista local, que nos mostró el lugar provisional donde podríamos vivir la celebración de la Palabra: un pequeño “cenador”, de cuatro postes abiertos por los cuatro costados, con techo de paja. Colocamos a Jesús en una banqueta aproximada y, mientras llegaban los fieles, que habían seguido el coche a nuestro paso, nos acomodamos para la liturgia y comenzamos. En el momento del ofertorio, explicamos que no podríamos hacer el ofertorio que se celebra en la Santa Misa, pero cantaríamos una canción y ofreceríamos a Jesús, que estaba allí presente, las alegrías y trabajos de los días pasados, recogiendo en nuestros corazones el deseo de que el Padre se sirviera de ellos para unirlos a Jesús en el sacrificio eucarístico. Entonces se desarrolló ante mis ojos una escena que nunca olvidaré: nada más comenzar el canto, aparecieron detrás de nosotros unos jóvenes: llevaban cubos de pescado recién pescado, redes lavadas por las olas del mar, los brazos cansados por el trabajo necesario para la supervivencia de sus familias. Nunca me había parecido tan cercano el Evangelio, la vida de nuestra vida, de su vida sencilla, la luz que ilumina los gestos de lo cotidiano, que se convierte en ofrenda de lo poco para seguir viviendo, aunque pase de largo y no se detenga, aunque salude con una sonrisa y una rápida señal de la cruz. Cuando terminó la fiesta, fuimos a ver de dónde venían y entonces, en la playa que sólo los paisajes caribeños son capaces de mostrar, me pareció ver realmente los pasos de Jesús y su sonrisa para mí, que cuando, asustada por mi pequeñez, le dejo seguir, ¡sigo viendo maravillas de la gracia!